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viernes, 26 de diciembre de 2014

Juan Ramírez Ruiz: ni delante ni detrás de nadie


A propósito de la publicación de “Revelación en la senda del Manzanar” de Fredy Roncalla (Lima, Pakarina / Hawansuyo Editores, 2014)

Por Nivardo Córdova Salinas
(Este artículo también fue publicado en la versión impresa del diario La Industria, Trujillo, 29 de diciembre de 2014. Ver aquí.)

Se acaba de publicar en Lima el libro de ensayos “Revelación en la senda del Manzanar” (Pakarina / Hawansuyo Editores, 2014) que aborda la obra literaria y el legado existencial de quien hoy es considerado por algunos críticos como el poeta más importante del Perú junto con  Vallejo, Eguren y Martín Adán. 

El poeta en cuestión es Juan Ramírez Ruiz (Chiclayo, 1946  - Virú, 2007), quien fuera fundador en la década del setenta del Movimiento Hora Zero, junto con el poeta Jorge Pimentel, y que es uno de los últimos movimientos literarios importantes en Perú y –me atrevo a decirlo– de Latinoamérica, por su teoría y praxis del “poema integral” y por su proyecto estético de “democratizar”, si cabe el término, la poesía.

Lejos de ser un “homenaje” más, de esos donde se suele ensalzar la vanidad y el ego de aquellos que pretenden pasar a la historia a como dé lugar, este libro (editado por Fredy Roncalla) presenta una serie de aproximaciones y testimonios que nos ayudan a comprender y valorar la obra de Juan Ramírez Ruiz, poeta comprometido y principal teórico de Hora Zero, que renunció a todo tipo de carreras (“incluso las carreras literarias”, escribió alguna vez en su manifiesto Palabras Urgentes 2), que abandonó las comodidades de una vida sedentaria, que vivió los últimos meses de su vida en las calles, en la indigencia total, muriendo finalmente en un accidente de tránsito y siendo sepultado como NN. Estuvo más de ocho meses “desaparecido”, hasta que la Policía Nacional halló su cuerpo.



Alguna vez a inicios de 2008, conversando al respecto con el periodista y editor de Caretas, Jaime Bedoya, tras el anuncio del fallecimiento del poeta, luego de una intensa búsqueda, el colega me comentó lo siguiente: “Aquello no es gloria literaria, es locura…”. A lo que respondí: “Felizmente la obra poética de JRR está publicada”. En efecto Juan escribió con “alma, corazón y vida”. Sus poemas y manifiestos aparecen en antologías literarias en el Perú y el extranjero.

Más allá de su trágico final, de su vida intensa, JRR publicó tres libros fundamentales para la poesía contemporánea del Perú y que son –es el juicio unánime de la crítica–, vitales para entender el proceso literario nacional: “Un par de vueltas por la realidad” (1971), “Vida perpetua” (1978) y “Las armas molidas” (1996, este último disponible gratuitamente en Internet (http://goo.gl/of9gUX).  Como se sabe, JRR también escribió los manifiestos: “Palabras urgentes”: el primero en 1970 y el último en 1980, que él mismo editó a mimeógrafo y volanteó en el Salón de Grados de  la casona de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde anuncia su ruptura con el movimiento que fundó por considerar que sus miembros se habían apartado de los ideales originales.



Allí dijo: “Reivindico a los que se niegan y se negaron a compartir irresponsablemente el festín de la vida que el orden ofrece a unos pocos: a quienes se les ofrendó el primer acto del movimiento Hora Zero. Reivindico el Hora Zero de los que fueron despedidos de sus centros de trabajo por la única razón de pertenecer al movimiento; a los que dejaron profesiones, títulos universitarios y abandonaron —apasionados por la libertad— los caminos que conducen a la comodidad que ofrecen todas las carreras, incluso las literarias (…) Reivindico a los que no quieren “subir”. Reivindico a los que quieren abrir los caminos. (…) Se celebra el “Hora Zero”—caja de resonancia de las carreras literarias de los paterfamiliae, reblandecidos precozmente por la treintena y que ahora acuden para que desde la cátedra se viertan los baldes de agua helada sobre el ardor de sus veinte años traicionados.”.



El libro “Revelación en la senda del manzanar” intenta hacer justicia a la obra del poeta JRR, del mismo modo que en 2008 lo hizo el poeta y editor Jorge Luis Roncal a través de la revista Arteidea, con una edición de homenaje in memoriam en la que participaron los poetas Roger Santivañez, Armando Arteaga y el pintor Bruno Portuguez, así como quien suscribe este texto.

Me disculparán mis paisanos chiclayanos, pero JRR no es el poeta de Chiclayo ni la “chiclayanidad”. No le cantó al arroz con pato ni al “espesado”, no bailó cumbia ni tondero. Fue más allá, con su propio pañuelo, para poetizar la vida, para denunciar desde la poesía. ¡Qué paradójico! Mientras un exalcalde (de cuyo nombre no quiero acordarme) actualmente está en detenido y enjuiciado por desfalcar los dineros del pueblo, JRR optó por la indigencia y la renuncia. La “inmolación” de JRR, su opción por vivir la pobreza en cuerpo y alma, pero riqueza espiritual al fin y al cabo, su renuncia a becas y beneficios económicos, su crítica al “figuretismo cultural”,  su decisión de irse a caminar y dormir a la intemperie para morir sin nombre, pero, sobre todo, su “obra poética escrita”, son el signo más tangible de su grandeza humana. El Perú le adeuda todavía el mayor homenaje que puede recibir un poeta: leerlo, difundirlo.
Lima, 1 de diciembre de 2014.


CONTENIDO DEL LIBRO
El libro empieza con una un ensayo introductorio: “Del júbilo al Hanan: la mitopoética de Juan Ramírez Ruiz”, escrito por el poeta y ensayista Fredy Amílcar Roncalla. La primera parte del libro se titula “Tres libros fundamentales” y contiene dieciséis textos: “La amistad como desborde pasional en un poema de Juan Ramírez Ruiz, por Santiago López Maguiña; “ Un acercamiento a Las armas molidas de Juan Ramírez Ruiz”,por Marithelma Costa; “Un par de vueltas por la realidad. La revelación de la provincia en Lima”, por Juan Zevallos Aguilar; “Este viento cargado con sonidos de vidrios verdes o la poesía cargada de sentido de JRR”, por Carmen Ollé; “El júbilo”: ¿Un poema acontecimiental?, por Santiago López Maguiña.

Asimismo, “Vida Perpetua: Huellas de una lectura”, por Claudia Salazar; “Una conversación repentista con JRR”, por Reynaldo Jiménez; “Las armas molidas”, por Tulio Mora; “Las amadas armas de Juan”, por Julio León; “Vigilia y sueño de un utopista”, por Juan Carlos Lázaro; “El eterno placer de la palabra ante la complejidad de la escritura”, por Walter Ventosilla.

Le siguen los ensayos “La Universidad de San Marcos, la Revolución y la “involución” ideológica del Movimiento Hora Zero. A veinticinco años de “Palabras urgentes (2)” de Juan Ramírez Ruiz”, por Paolo de Lima; “Juan Ramírez Ruiz: haciendo realidad la utopía, porPatricia del Valle; “El canto de la guerra y de la paz…”, por RógerSantiváñez; “La utopía del lenguaje en la poética de Juan Ramírez Ruiz”,por Armando Arteaga; “Hanan: Nacion de Armas Molidas”, por Luis Fernando Chueca.

La segunda parte del libro se denomina “Homenajes y semblanzas”, donde se incluyen poemas y testimonios. Aquí figuran la serie de poemas “JRR”, por Victoria Guerrero; “ParaPoemas construidos con palabras de Juan Ramírez Ruiz”, Cecilia Vicuña; “Mis recuerdos de Juan, por Julio León; “Juan Ramírez Ruiz ¡presente!”, por Mabel  Sarco; “Memoria alrededor de un poema & una carta”, por RógerSantiváñez.
Asimismo “Juan Ramírez Ruiz”, por Rosina Valcárcel; “El grado zero de la escritura”, por Alberto Colán; “Esa música, esa abundancia, ese relumbre… Unas palabras jubilosas por Juan Ramírez Ruiz”, por Bernardo Rafael Álvarez; “Elegía a la muerte del poeta Juan Ramírez Ruíz”, por Juan Carlos Lázaro; “Juan Ramírez Ruiz: una sola vida, muchas muertes”,por Manuel Vereau; “Claveles rojos para Juan Ramírez Ruiz”, por Rodolfo Ybarra; “Muerte al anochecer”, por Enrique Sánchez Hernani.
Además “Mi último encuentro con el poeta Juan Ramírez Ruiz”,por Nivardo Córdova Salinas; “2004 La última vez”, por José Diez; “Radiquen para siempre en mi canción”, por RógerSantiváñez y “La opción”, por Nelson Castañeda.


Para mayor información, contactarse con:
Dante González: dantegonzalezr@gmail.com
Patricia del Valle: patydelvalle@yahoo.com
Fredy Roncalla: fredyamilcar@gmail.com




Juan Ramírez Ruiz, imagen tomada de un grafitti
en una pared del centro de Lima. (Foto: NCS)

El poeta Juan Ramírez Ruiz. Foto: Internet.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

JOSÉ MANUEL ESCOBAR: El pintor con alma de niño sorprende con “Sueño naif”



Por Nivardo Córdova Salinas


Bajo el sugerente título de “Sueño naif”, el destacado artista plástico José Manuel Escobar Ríos (Trujillo, 1973) expone sus más recientes óleos en la Mansión Eiffel Galería de Arte, en el centro histórico de Lima (Jr. Ucayali 170).

Sin duda, el trabajo artístico del artista Escobar Ríos demuestra que, a pesar de todo, la tradición cultural de esta urbe norteña todavía persiste, fiel a una tradición de grandes artistas como el poeta César Vallejo o los pintores Macedonio de la Torre y Pedro Azabache.
José Manuel, a sus cuarenta años, se ha forjado un estilo propio. Sus cuadros, de influencia mágica y del arte “naif”, de una visión inocente de la vida, son el reflejo de su personalidad.
Encontramos al artista en la casona republicana que alberga sus cuadros en Lima. Su mirada es dulce, su figura estilizada. “Mi infancia pasó en Mansiche, una zona campestre de Trujillo, en Pampas de Alejandro, cerca de Chan Chan. Ahora toda esa zona está urbanizada, pero me quedan los recuerdos e imágenes grabadas en la retina”.
Su aproximación al arte fue a temprana edad. “Conocí el dibujo a través de mi hermano mayor, que era un excelente dibujante a lapicero, y fue mi primera influencia. Yo lo admiraba y aun lo admiro, él me enseñó a dibujar y además a escuchar jazz”, afirma.

"El atuendo de la novia", óleo de José Manuel Escobar.
El artista recuerda su niñez con nostalgia, pero él afirma que se sigue considerando un niño-grande. "Por razones económicas, mi hermano tuvo que dejar de dibujar y ponerse a trabajar. Pero a mí me quedó el bichito de la pintura y el arte. Además, mi padre también ejerció una gran influencia, pues era un hombre muy trabajador, un padre ejemplar, y mi madre era una mujer extraordinaria, muy dulce y amorosa; ambos me inculcaron valores que siempre llevo presente en mi vida cotidiana”, expresa.
Tras terminar la secundaria en el conocido colegio República de México, José Manuel ingresó a la Escuela de Bellas Artes “Macedonio de la Torre” de Trujillo, en el segundo intento. Allí realizó su formación académica, adquirió técnica, pero siempre se mantuvo fiel a los temas de la infancia, a los sueños, a la imaginación. Egresó el año 1999, entre los alumnos más destacados.No en vano, sus obras han sido seleccionadas por el prestigioso Museo de Arte Moderno MAM Parral, en México, para formar parte de su colección permanente.
“Siempre me ha gustado plasmar mis vivencias de niño, con mis juguetes, flores, insectos, observando la naturaleza, las mariposas, las aves. Todo eso tiene un significado mágico para mí.Pero hay un animalito al que le tengo un cariño especial: la libélula, que en mi tierra se le conoce como caballito. Siempre lo pinto, incluso pinto caballos con patas de libélula, que parecen volar en el aire”, afirma.

"Rincón secreto", óleo de José Manuel Escobar.
Hay una anécdota que recuerda de modo especial. “Sembraba una planta de maracuyá y en medio de la enredadera apareció un gusano. Todos los días yo lo observaba, con detenimiento, y vi que de pronto se empezó a envolver en una especie de manto oscuro, algo que con el paso de los días se fue volviendo repugnante. Pero luego, cuando se convirtió en crisálida, poco a poco fue asomando una mariposa que tenía los colores más hermosos que he visto en mi vida. Es una metáfora de la naturaleza: de lo más oscuro puede brotar la luz…”, afirma.
Señala que en los inicios de su carrera artística comenzó pintando mariposas, árboles, recuerdos de la chacra. “Fui el último de nueve hermanos, por eso mi niñez fue solitaria. Hablaba con la luna, le contaba mis proyectos, mis tristezas, mis angustias. Hasta hoy día lo sigo haciendo. No he cambiado”, señala.
En cuanto al proceso creativo, José Manuel afirma que el arte se va revelando desde el espíritu interior. “Pero es importante el dibujo, ir boceteando, dando forma a los recuerdos y visiones.


Sin embargo, el arte no es una jaula de cristal. En el período en que el Perú se vivió la violencia de la dictadura, él participó en el proyecto “Perú Cachina”, que era de crítica social al sistema y al gobierno, un rechazo a la corrupción. “Pinté billetes con la cara de Montesinos”, recuerda.
El artista sigue su camino. Antes de terminar la entrevista, le preguntamos qué opina del arte actual. “Hay de todo, hay buenos artistas, pero también predomina la frivolidad y la superficialidad”.


El artista José Manuel Escobar Ríos,
modestia, sencillez y talento. Un genio.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Mi último encuentro con Juan Ramírez Ruiz

Juan Ramírez Ruiz.
(Foto: Internet)
Nota del autor.- Este testimonio, escrito en Lima en mayo de 2008, fue publicado por primera vez en versión impresa en un dossier de homenaje al poeta Juan Ramírez Ruíz, editado por la Editorial Arteidea (Lima, 2008), donde participaron los escritores Jorge Luis Roncal, Armando Arteaga y Róger Santivañez, así como el pintor Bruno Portuguez.Además, un resumen del testimonio fue publicado por el diario La República, el 17 de junio de 2008.Reciéntemente, este testimonio ha sido incluido en el libro-homenaje al poeta JRR titulado "Revelación en la senda del manzanar", editado por Fredy Roncalla (Pakarina Editores / Hawansuyo, 2014). En esta versión, los editores me pidieron enviar otro epígrafe y envié este: "“Este era el triste caminando alegre / por pueblo sin calles, casa entera. / No estaba en el balcón la primavera / y él silbaba para que saliera. // Seguía el triste caminando alegre. / Puso su pena en linda pajarera, / más, chiroque, rebelde a su manera, / murió sangrando miel algarrobera" (Juan José Lora Olivares).Asimismo, de entro todas las apreciaciones, coincido con el escritor Omar Livano, quien afirma que "Juan Ramírez Ruiz es el poeta más importante del Perú". Ver su artículo completo aquí.

Por: Nivardo Córdova Salinas

“Sé recio. -Sé viril. -Sé hombre. -Y después...sé angel”
Camino, Sanjosemaría Escrivá de Balaguer

Este testimonio sobre mi último encuentro con el poeta Juan Ramírez Ruiz no está escrito para entretener. Debería, según los cánones del periodismo, tomar la mayor distancia posible del tema para escribirlo de la manera más fiel posible a la verdad. Sin embargo, la objetividad periodística es más una cuestión ética, de manera que me es imposible abandonar la subjetividad para relatar lo que viene. Para explicar aquel encuentro fortuito con el poeta Juan Ramírez Ruiz el mes de mayo de 2007, en la ciudad de Trujillo, mientras el vate recorría “su camino” (camino que dejó por unas horas para ser huésped por una noche en mi casa, hasta que con la frase “¡Basta de homenajes!” se marchó al día siguiente sin aceptar más ayuda) tendría que explicar brevemente cómo, cuando y dónde conocí a este genial escritor, pues aquella tarde pude identificar a Juan debido a que su fisonomía y su manera de ser las tenía impregnadas en mi retina y en mi alma. Sólo así pude saber que la persona que estaba parada en una esquina, oteando el horizonte urbano, totalmente irreconocible a simple vista por su apariencia personal, era mi paisano y amigo, y era él, más allá de su imagen de indigente, era él a través de su rostro inmutable, su mirada penetrante, su postura ensimismada, su actitud enérgica y orgullosa. Ese encuentro, que duró no más de un día, marcó mi vida al punto de que las semanas y meses siguientes, y aún hasta hoy, no dejo de pensar en el tema. Es doloroso y estremecedor saber que hallé casualmente al mayor poeta del Perú, mientras él deambulaba en las calles trujillanas como –en palabras de otro gran poeta chiclayano, Juan José Lora- “un fantasma de bendita cera...”. Juan pernoctó en mi casa una noche y al día siguiente se marchó. Según hoy se sabe a partir de las investigaciones policiales, Juan Ramírez Ruiz falleció el 17 de junio de 2007 a las 8:50 p.m., atropellado por un ómnibus de la empresa América Express de placa UQ 3584, en el Km. 515 de la Panamericana Norte, cerca de Virú, según dice el parte policial N° 10-07-PNP Virú. Es decir, poco más de un mes después de nuestro encuentro. Mientras todo el año pasado lo buscamos insistentemente, Juan ya nos miraba desde el cielo, pues murió en la más absoluta soledad, entre los médanos del desierto costero, como él ya lo había pronosticado en varios poemas premonitorios (un caso similar a César Vallejo y Javier Heraud).

***
Al poeta Juan Ramírez Ruiz lo conocí primero mediante su poesía. Era el año 1985, yo tenía 15 años, y leía y releía sus versos en la “Antología de la poesía peruana” de Alberto Escobar. Aparte de la belleza de sus poemas, me impactó saber que él había nacido en Chiclayo, y que en uno de sus poemas sobre una huelga de obreros azucareros titulado “7 de Enero” –muchos levantamientos obreros terminaron en cruentas masacres según versión de mis abuelos y mis padres- mencionaba a Cayaltí, mi tierra natal. Ese fue el inicio. Después, pude conocer rol fundacional en el movimiento Hora Zero, así como leer su manifiesto “Palabras urgentes” y otros textos suyos en la antología “Estos 13” de José Miguel Oviedo. Desde entonces ya mi humilde opinión consideraba a Ramírez Ruiz como el gran poeta de Chiclayo, al que sólo conocía de nombre, pero era una especie de orgullo personal saber que existía un poeta de esa altura, en esa época en que Chiclayo era considerada como una “ciudad fenicia y de mercaderes”. Entonces, todavía yo ni siquiera imaginaba que iba a dedicarme al periodismo, pero era y soy un lector de poesía.Tuvo que pasar una década para poder conocerlo personalmente, también en la ciudad de Trujillo, de la mano del poeta, editor y director de Arteidea Jorge Luis Roncal –quien ahora me da la oportunidad de escribir estas líneas- y de mi colega Carlos Cerna Bazán, entonces coordinador de Arteidea. Fue en 1996, con ocasión de la presentación en esa ciudad de “Las armas molidas” (editado precisamente por Arteidea), cuando pude estrechar por primera vez la mano del escritor. A la sazón yo escribía en la sección cultural del diario La Industria de Trujillo, y con el poeta sostuvimos una entrevista que inmediatamente fue publicada en dicho periódico centenario. Recuerdo que Juan portaba un cartapacio con una botella de ron adentro, vestía un saco crema, botines de cuero negros y llevaba el cabello crecido, con sus bigotes característicos. La presentación de “Las armas molidas” se hizo por la noche en el Salón Consistorial de la Municipalidad Provincial de Trujillo; luego del acto nos fuimos a conversar con JRR y el poeta Juan Félix Cortés Espinosa al fenecido Bar Colonial, en un balcón de la Plaza Mayor. Nos acompañaban también Carlos Ex Subte y Alberto Robles, jóvenes poetas vinculados a la movida musical “subterránea” trujillana. A medida que la noche avanzaba, la conversación subía de tono, y Juan –emplazado por uno de los invitados a demostrar que Hora Zero no se había “vendido al sistema”- comenzó a lanzar diatribas e insultos por doquier. Yo era un espectador de todo eso. Y Juan me pareció un poeta rebelde y “chúcaro”.Posteriormente encontré a JRR en Chiclayo en el año 2000, tras mi arribo a esa ciudad para trabajar en el semanario “Expresión” y además curarme de algunas dolencias del alma. Habían pasado varios años desde que lo conocí, pero Juan mantenía esa misma sencillez y humildad, al tiempo que fuerza y energía. Aquel reencuentro se dio en la sede del INC-Chiclayo, una casona ubicada en la avenida Luis Gonzales, durante un recital artístico -al que JRR llegó como espectador- ofrecido por los internos de la comunidad terapéutica “Dama Rena Morand” (un centro de rehabilitación para drogodependientes donde se fomentaban talleres de poesía, pero donde paradójicamente los internos vivían en pésimas condiciones de salubridad y además eran maltratados física y psicológicamente).

Alguien me comentó que Juan Ramírez Ruiz figuraba entre los asistentes. Sí, estaba allí, y escuchaba atento la lectura de poemas. Al final del recital, me acerqué para saludarlo y preguntarle: “Señor Ramírez ¿se acuerda de mí?, ¿de la entrevista en Trujillo?”. El me auscultó con la mirada, entrecerrando los ojos para acordarse. Creo que él no sabía quien era yo, pero me respondió gentilmente que sí se acordaba. De todas formas, aquello marco el inició de varias nuevas conversaciones en el extinto cafetín “Tambo Real” (frente a la Basílica de San Antonio, también cerca al INC chiclayano, que era frecuentado por Juan y los escritores y artistas chiclayanos) y algunas caminatas por Chiclayo. Entonces JRR vivía allá, me parece que tomaba licor con frecuencia y me contaba que estaba escribiendo varios libros. Era asiduo lector en la Biblioteca Municipal “José Eufemio Lora y Lora” de Chiclayo. Nuestros encuentros chiclayanos eran esporádicos, siempre casuales. Alguna vez me pidió que lo visitara en su casa familiar de la calle Arica, pero en su casa nunca lo encontré. Creo que sería una exageración decir que éramos íntimos amigos, pero siempre que nos cruzábamos en la calle conversábamos un buen rato. Yo, bajo el membrete de Sindicato de Poetas sin Trabajo, editaba la plaqueta de poesía “Don Loche”, en cuyo tercer número del año 2004 se publicó un fragmento del poema “Solitario” de JRR. Debo decir que varias veces le propuse entrevistarlo, pero él rechazó el pedido, y sólo me decía “hay que sentarnos a conversar”.Hubo un incidente memorable que no puedo obviar, ocurrido el 2005: me enteré que JRR había “rechazado” públicamente el premio que le otorgaba una asociación llamada “Conglomerado Cultural Lambayecano” de cuyo director no quiero acordarme. Escribí una brevísima nota en “Expresión” elogiando ese gesto de Juan, lo cual motivó inmediatamente la difusión de un pasquín de difamación y calumnia contra mí, pero en el que además se burlaban de Juan de forma vil. Fue un golpe bajo. Se pudo identificar a los “autores” de esta infamia. En junio de ese año, por razones de fuerza mayor que no viene al caso relatar, tuve que dejar Chiclayo. Desaparecí de escena durante año y medio, hasta que en septiembre de 2006 retorné a Trujillo, y gracias a la providencia de Dios empecé a laborar en el programa “Altavoz” de Radio Libertad, cooperar con el corresponsal de El Comercio, Francisco Vallejos, y publicar artículos en La Industria, Correo, Nuevo Norte la revista Clave, el semanario La Voz de la Calle y el portal www.peruprensa.org. No volví a ver a Juan Ramírez Ruiz sino hasta mayo de 2007, pero en los meses anteriores a esta fecha recuerdo que tanto el poeta Stanley Vega como otros amigos chiclayanos mediante la Internet me habían comentado vagamente, sin mayores precisiones, que “Juan estaba deambulando en las calles”. Ese campanazo creo que fue el que me mantuvo, de alguna forma, en alerta. Recuerdo incluso que esos días el poeta Feliciano Mejía llegó a Trujillo procedente de Francia. Entonces lo invitamos al programa radial y le preguntamos sobre JRR y la posibilidad de que éste haya radicalizado su opción de vida, a lo que Mejía respondió: “No creo. En el fondo es una opción política…”. No tenía más información sobre JRR, pero presentía que algo estaba pasando. (Me pregunto ahora: si en Chiclayo, ya Juan estaba en este trance autodestructivo ¿por qué nadie hizo nada y simplemente lo vieron pasar? Pero yo mismo me pregunto y me respondo que Juan pretendía una autonomía y libertad casi absoluta, y es seguro que todos –incluso su familia, incluso yo- no pudieron hacer nada para detener su autoexilio). Pero todas estas circunstancias, eran simplemente el preámbulo del encuentro posterior y definitivo con el poeta.

***
La narración anterior, que muchos considerarán ociosa, reviste de cierta importancia porque es la única forma de explicarme cómo pude reconocer a Juan en nuestro último encuentro que duró apenas casi 24 horas. Muchas veces, a lo largo de los últimos meses, me he puesto a pensar en el tema de manera casi obsesiva, incluso me hice esta pregunta en varias ocasiones: “¿Qué habría pasado si aquel día de mayo de 2007 yo no hubiera reconocido a Juan en la calle, y hubiera seguido caminando de largo sin voltear la mirada? ¿Lo seguiríamos buscando todavía?Pero no fue así. Aquel día de otoño en que ya había terminado la tradicional fiesta de San Isidro Labrador, en la campiña de Moche, íbamos con mi esposa, Liliana Guevara García, caminando por la avenida América Sur con rumbo al Mercado Mayorista. Nuestra situación económica era difícil –lo sigue siendo- así que generalmente nos movilizábamos a pie. Al promediar las cuatro de la tarde, en las inmediaciones del denominado Complejo Deportivo Chicago –zona al barrio del mismo nombre- y cerca de la intersección de las avenidas América Sur con Manuel Gonzales Prada, fue que ocurrió ese encuentro fortuito: Juan estaba parado en una esquina, mirando el infinito. Por respeto a su memoria, me reservo la posibilidad de describir al detalle su apariencia física, pero para una mayor comprensión del asunto debo decir que el poeta parecía estar en un estado de indigencia total. Todo ocurrió muy rápidamente. Al pasar cerca de Juan, que estaba por así decirlo, inmutable, giré la mirada a mi izquierda y pude saber inmediatamente que era él, más allá de su inusual aspecto. “¡Juan!”, le grite; “¡Hermano!, me dijo, y nos abrazamos. Yo me puse a llorar. Inmediatamente me dije en silencio: “¡Dios mío, es verdad que Juan está viviendo en las calles!”. Mi esposa ni se había percatado y tuvo que retroceder unos pasos para recién darse cuenta de quién era el ilustre personaje que teníamos al frente: el poeta. “Estoy viviendo en las calles hace mucho tiempo”, fue lo que nos dijo, señalando a la vez el enorme tanque de agua que se ubica en el complejo deportivo, y la cúpula de una iglesia del centro. Fue un encuentro emotivo, pero interiormente yo sentía una tristeza profunda, porque veía a Juan trajinado y cansado de tanta caminata, casi transfigurado en un “ángel reciclador de basura”, vestido en harapos, con la piel de color oscura, por la tierra y el barro impregnados en su cuerpo, pues estaba realmente viviendo y durmiendo en la calle, a la intemperie. Observé que llevaba unos cartones dentro de la camisa, a la altura del pecho, para protegerse del frío. Tenía hambre y sed y portaba una bolsa plástica negra, en cuyo interior había algunos panes secos y un recipiente descartable de “tecnopor”. “Ahora estoy aquí, triangulando arquitecturas”, fue una de las frases que pronunció.Por supuesto, al preguntarle “Juan, ¿qué haces aquí?, ¿por qué estas viviendo de esta manera?”, el poeta contestaba de forma esquiva pero con frases metafóricas. Me sorprendió aún más cuando nos preguntó “¿En qué ciudad estamos?”. Sabiendo lo rebelde e iconoclasta que era Juan, de su resistencia a formalizarse, confieso que verlo en ese estado me pareció fruto de su rebeldía y automarginalidad. Pero a la vez es muy sobrecogedor ver en esa condición a una persona que conoces, más aún tratándose de un artista de la sensibilidad de Juan. Todos los días nos topamos en la calle con personas que tienen esa apariencia, y simplemente pensamos que son locos o dementes o pordioseros. Pero en este caso era Juan Ramírez Ruiz, el gran poeta del Perú, el amigo, el paisano chiclayano…Como una reacción natural, con mucho respeto le propusimos a Juan que nos acompañe a casa. Decidimos regresar al hogar, con Juan de la mano, y retornamos caminando por la misma avenida América Sur hasta la casa de mis padres en la urbanización Los Pinos, donde yo y mi esposa vivíamos en un pequeño espacio contiguo que nos habían cedido generosamente. Queríamos que Juan sea nuestro huésped, aliviar en parte su hambre y sed, prometiéndole ayudarlo luego a encontrar una casa definitiva. En el camino a mi hogar entramos a una tienda, compramos panes y refrescos, que compartimos juntos. En el trayecto los transeúntes nos miraban sorprendidos, pues talvez no les parecía muy usual el grupo que veían. Incluso mis padres, cayaltileños de pura sepa, se asombraron cuando les pedí permiso para que Juan durmiera en mi habitación. “Hijo, ¿no crees que es una falta de respeto y un peligro para tu esposa?”, me dijeron. Pero luego de explicarles, mis padres -cristianos y devotos- me dieron permiso para que JRR durmiera una noche en casa. Luego de que llegamos a mi domicilio casi a las 8 de la noche, lo primero que hicimos fue preguntarle a Juan si deseaba asearse. El poeta aceptó, así que calentamos agua y lo ayudé a desvestirse. Cuando el agua caía sobre su cabeza y la esponja lavaba su piel Juan decía: “Gracias a Dios, gracias a Dios”. También lo ayudé a rasurarse, en tanto mi esposa hizo un atado con sus vestiduras viejas y las arrojó a la basura. Pudimos compartir con él nuevas prendas: un pantalón, medias, polo y una camisa, que se sumaron al gabán que, en el trayecto, le obsequió el poeta Jorge Segura, quien iba en bicicleta, y al explicarle que era Juan Ramírez Ruiz no dudó en obsequiarle su propio abrigo. No teníamos otro par de zapatos para ofrecerle, así que mi mujer tuvo el noble gesto de lustrar los que Juan llevaba, y que debían haber soportado cientos de kilómetros de dura caminata. Una vez bañado, nos dispusimos a cenar: avena con leche, panes y un “calentado” del almuerzo. Juan estaba tranquilo, pero me preguntaba por su hermano José. No teníamos el teléfono de él, lo único que sabíamos es que ya no trabajaba como director del diario La Industria de Chiclayo. Había sido un día agotador y aprovechamos algunos minutos para conversar de poesía, de política, de la vida, incluso le confesé mis desgracias personales. Le mostré algunos recortes que tenía sobre él, especialmente la fotocopia de la publicación de un ensayo de Paolo de Lima sobre su poesía, el cual se había editado meses antes en la diario Nuevo Norte. Pero Juan no mostraba entusiasmo por ello, y a lo sumo dijo “Está bien”. Igual reaccionaba frente a los valses criollos que le hacíamos escuchar. Luego, por decisión mutua con mi esposa, le cedimos nuestra cama a Juan para que descanse y nosotros acomodamos una tarima sobre el piso. Recuerdo que en la madrugada Juan se levantaba por lo menos cada media hora y se dirigía al baño a orinar. “Juan ¿está pasando algo?”, le pregunté pensando que se sentía mal. “No”, decía, “este es mi ritmo, yo ya me conozco”.Al día siguiente nos levantamos temprano para desayunar. El sintonizado programa radial “Altavoz”, que conduce Carlos Cerna –hermano menor del poeta José Cerna, también miembro de Hora Zero- empieza a las 9 de la mañana. Le dije a Juan: “Vamos a ver al hermano del poeta José Cerna”. Nos dirigimos a la famosa radioemisora trujillana, en la calle Zepita. Juan no aceptó una entrevista, pero se quedó en la cabina de locución observado y cuando acabó el programa conversamos con Carlos, quien también se comprometió a buscar un alojamiento para Juan. Carlos nos invitó el desayuno en “El rincón de Vallejo”, restaurante ubicado en la esquina de las calles San Martín y Orbegoso, en el ex Hotel El Arco, donde el poeta César Vallejo había vivido de pensión en su época de estudiante universitario. Pero Carlos tenía una agenda recargada ese día, así que nos despedimos de él y con Juan enrumbamos esa mañana a visitar a periodistas y amigos que –pensaba yo- podían brindar un apoyo a Juan, con hospedaje o alimentación, lo cual considerábamos urgente. Minutos después, mi amigo César Allaín, hijo del pintor Oscar Allaín, nos recibió en su casa en Huertagrande, cerca al centro histórico, pero algunos problemas conyugales no le permitían ofrecer más. Luego visitamos al periodista de La Industria, Luis Alberto Quintanilla, en la sede de dicho diario en el jirón Gamarra. Tuvo la amabilidad de pagar el almuerzo de Juan en el restaurante Minchola, frente a La Industria. Juan devoró su plato, pero además al salir me percaté que él, cuando pasaba por un puesto de frutas o golosinas, cogía lo primero que se le ponía al alcance. Una vendedora de piñas, al ver que Juan se llevaba uno de los frutos, decidió seguirlo. Juan no soltó su prenda. Yo le pedí disculpas a la anciana. “Yo tomo lo que la naturaleza me provee”, dijo Juan.Tras una breve caminata infructuosa por el centro de Trujillo decidimos regresar a casa ya pasado el mediodía nuevamente a pie, y en compañía de mi esposa volvimos a salir juntos antes de las cinco de la tarde. “¿Cómo les fue hoy?, preguntó ella. “Todavía nada”, le respondí, cansado. Entonces se nos ocurrió visitar a Franciso Cabrejos, un buen conocido chiclayano que vivía a pocas cuadras, y que era propietario del hotel “El Heraldo de La Merced”, en la urbanización del mismo nombre, cerca de la Escuela de Bellas Artes “Macedonio de la Torre”. Paco, como le decimos, nos recibió de manera muy cordial y al saber que estaba frente al poeta Juan Ramírez Ruiz no dudó decir: “Puede quedarse tranquilamente aquí, le cedo una habitación totalmente gratis”, comprendiendo que Juan necesitaba ese tipo de apoyo. En ese momento crucial, Juan nos miró a todos con desconfianza. La habitación disponible estaba en el tercer piso, el dueño del hotel lo invitó nuevamente a que suba. Juan empezó a endurecer su gesto, y ante nuestra insistencia nos decía “Silencio, por favor”. Mi esposa le suplicó: “Don Juan, por favor quédese aquí, ya no esté durmiendo en las calles”. “Hija, ¡por favor silencio!”, le respondió. En esta escena, Paco Cabrejos era el más sorprendido y me miraba como diciéndome “¿Qué sucede?”. Transcurrieron varios minutos, en que le rogamos a Juan que se quede a descansar en el hotel. De pronto Juan nos miró a todos y gritó: “¡Basta de homenajes! ¡Me voy!”. Acto seguido se levantó del sillón donde estaba sentado y se dirigió, ensimismado, hacia la puerta de salida. Lo seguimos por la vereda. Dobló por un pasaje y entró a la avenida Larco, sin voltear a mirarnos. Siguió caminando raudamente, mientras nosotros avanzábamos por detrás tratando de seguir la celeridad de sus pasos. Mi esposa y yo nuevamente lo llamamos “¡Juaaan! ¡Juaaan!”. El volteó la mirada y nos hizo un gestó de despedida, casi de rechazo. Comprendimos que era inútil intentar persuadirlo, mucho menos coaccionarlo o retenerlo por la fuerza…Así fue que se marchó y lo vimos partir, totalmente impotentes. Durante esa noche, conversamos con mi esposa sobre el asunto. “Hemos hecho todo lo que estuvo en nuestras manos”, me decía ella. Yo no había podido conseguir teléfonos de los familiares de Juan en Chiclayo, pero al día siguiente le comenté al colega Carlos Cerna en la radio este incidente. Me dijo: “Así es Juan”. Hasta aquí, el relato de mi encuentro con Juan Ramírez Ruiz.
***Lo que viene después podría ser el capítulo de una novela épica sobre la búsqueda del poeta.Inmediatamente después de este encuentro con Juan, inicié el envío de cartas a mis amigos y colegas, mediante correos electrónicos, comentándoles el suceso. Nadie respondía. En las últimas semanas, ya teníamos pensado con mi esposa mudarnos a Lima para buscar mejor trabajo y salir adelante. El día de la madre, 12 o 13 de mayo, vinimos a la capital peruana y apenas llegamos, mientras yo buscaba trabajo, seguí enviando estas cartas. En junio, hubo alguien que se interesó sobremanera: el escritor Bruno Buendía Sialer –su madre es chiclayana y él frecuentemente alterna sus estadías entre Lima, Chiclayo y Pimentel-. Con Bruno nos citamos los primeros días de junio de 2007 al pie de la Catedral de Lima. Le relaté lo sucedido nuevamente y él me comentó que había decidido viajar a Chiclayo a buscar a los familiares de Juan para contarles lo que estaba pasando. Me dijo que también había conversado con algunos escritores chiclayanos. Semanas después, en julio, tengo entendido que Bruno viajó a Trujillo. Creo que su búsqueda fue infructuosa. Otro amigo chiclayano radicado en Lima se interesó en el tema: Róger Julca Urrello, cuya ex esposa Karina Ramírez es sobrina del poeta. Me parece que Róger le comentó a ella, quien a la vez posiblemente también les comentó a los familiares. Lo cierto es que, en determinado momento, talvez por la versión de Buendía o de la señora Ramírez, los familiares del poeta en Chiclayo tomaron conocimiento de que el paradero de Juan era un misterio. Hasta el momento, todavía ningún blog de Internet había acogido mis cartas. Debe haber sido el mes de julio.A fines de agosto o primeros días de septiembre, recibí en mi centro de trabajo periodístico, la revista Caretas, la llamada telefónica don José Ramírez Ruiz –periodista, hermano mayor de Juan. Yo lo conocía porque en la década del noventa trabajé en el diario La Industria de Trujillo, y cuando iba de comisión a Chiclayo me reportaba en la sede de La Industria de esa ciudad. “Pepe” Ramírez no era un extraño para mí, pero él se había jubilado de ese diario hace varios años. Lo cierto es que él sabía que posiblemente era yo una de las personas que había visto a Juan. Lo invité a la sede de revista Caretas en la Plaza de Armas de Lima y el llegó, en compañía de su esposa. Estaba visiblemente compungido, triste. Conversamos más de una hora. Me pidió que le contara cómo fue mi encuentro con Juan. Nuevamente relaté lo sucedido detalle por detalle, mientras él apuntaba en una libreta. Recuerdo que en un momento, me dijo: “¿Y por qué no me avisaste?”. “Porque no sabía ni su dirección ni su teléfono”, le dije. Al final de la conversación me informó que ellos habían puesto la denuncia de desaparición ante la División de Investigación Personas Desaparecidas de la Policía Nacional del Perú, y me pidió estar atento a las pesquisas y cooperar con la información que yo tenía.Esa noche volví a redactar una nueva carta abierta, y la envié a los nuevos contactos que tenía en Lima. Fue el poeta Miguel Ildefonso quien tuvo el buen tino de reenviarla a Paul Guillén, quien a su vez “colgó” la misiva en su blog “Sol Negro” en el mes de septiembre. A partir de allí empieza un interés mayor por el caso, tanto por parte de los intelectuales y amigos del poeta, como de “bloggers” de Internet y algunos medios de comunicación. Recuerdo que me llamaron de Radio Programas del Perú para preguntarme sobre el asunto y además esos días el diario La República publicó una noticia. Ya el asunto toma un carácter más público. Recibí, desde Chiclayo, la llamada del escritor Arturo Rodríguez Serquén, también para preguntarme sobre el tema y nada más. Desde Alemania, los poetas peruanos José Pablo Quevedo y Raúl Bueno, también estaban preocupados.Los días y semanas transcurrían. Entonces se empieza a especular mucho, circulan versiones contradictorias, una de ellas fue que “Ya encontraron a Juan en la calle Caquetá y lo han internado en un centro de rehabilitación”. Pero todo era un rumor que se extendía. Le pregunté por correo a don José Ramírez: “¿Es cierto que ya encontraron a Juan?”. “Lamentablemente no”, respondió. Fue esos días en que, a raíz de este caso, empiezo una amplia correspondencia epistolar con el poeta Róger Santiváñez, a quien no conozco personalmente, pero que en todo momento mostró su preocupación en el asunto.En vísperas de navidad, el 22 de diciembre, me visitan en Caretas el mayor PNP Oscar Zavala Távara y su equipo de investigación del caso. “Queremos que nos hables sobre el declamador”, me dijeron, mientras me auscultaban con la mirada. Les relaté, nuevamente, todos los detalles. Sin necesidad de ser citado formalmente, al día siguiente acudí a primera hora a la sede de la Dinincri en el centro de Lima para brindar mi testimonio. El interrogatorio duró dos horas: en la mesa, junto a los policías, estaba la fotografía de Juan. Algunas preguntas que recuerdo son: “¿Cuándo se enteró usted de que Juan estaba desaparecido?” (“Yo no me enteré de que estaba desaparecido, yo encontré de casualidad a mi amigo y le brindé hospedaje por una noche en mi casa”), ¿Por qué no lo condujo a la comisaría?” (“Porque no me pareció lo más oportuno”), “¿El poeta esta ebrio o drogado?” (Ninguna de las dos. Juan estaba totalmente sobrio”). Al terminar el interrogatorio policial, los agentes me agradecieron y me pidieron que siga cooperando cuando ellos me lo pidieran. Me parece que, como es propio de su trabajo, me miraban con cierta sospecha y quizás hasta barajaban teorías de un posible asesinato o secuestro. Confieso que yo me decía a mí mismo ¿pero, por qué?”.Días después los agentes regresaron a visitarme, esta vez para preguntarme amigablemente si podía acompañarlos a Trujillo, pues querían conocer mi casa y saber dónde durmió Juan. Recuerdo que, por razones de trabajo, me era imposible ir y les pedí que, si llegaban a mi casa, fueran muy discretos al hablar con mi madre, quien sufre de hipertensión, temiendo que tenga una impresión fuerte o algo por el estilo. “No te preocupes, somos muy cautelosos en ese sentido”, dijeron. Incluso llamé por teléfono a don José Ramírez para hablarle del tema. Él respondió “La policía está manejando la investigación, lo dejo en manos de ellos”. Así, en medio de estos vaivenes, terminó el año 2007.Los primeros días de enero del año 2008, recibí una llamada telefónica de mi amigo Róger Julca, quien me dijo: “Nivardo, parece que a Juan ya lo encontraron. Al parecer ha fallecido atropellado y fue sepultado como NN en Trujillo”. Me puse a llorar por Juan, y entre sollozos, inmediatamente llamé al mayor Oscar Zavala para preguntarle “¿Es cierto esto?”. “Sí, falleció el 17 de junio de 2007, en el kilómetro 515 de la Panamericana Norte, atropellado por un ómnibus de la empresa American Express. Lo hemos identificado por la huellas necrodactilares”, confirmó. Esa diligencia policial se realizó el 9 de enero en la morgue de Trujillo. Días después el hecho empezó a difundirse e incluso se han publicado algunos textos sobre el tema. La noticia del fallecimiento del poeta Juan Ramírez Ruiz cayó como un baldazo de agua helada sobre el Perú.Personalmente, recién ahora –un año después de mi último encuentro con Juan- y por invitación de Arteidea brindo este testimonio, con todo respeto a la memoria del poeta.
Lima, Perú, 17 de mayo de 2008.

domingo, 12 de octubre de 2014

“Hawansuyo ukun words” de Fredy Amílcar Roncalla: el quechua por dentro y por fuera


Fredy Amílcar Roncalla, intelectual peruano nacido en Chalhuanca (Apurímac), 
quechua hablante,comprometido con la cultura andina, incluso 
desde se “exilio cultural” en los Estados Unidos.
Por Nivardo Córdova Salinas

Días atrás se presentó un libro insular, casi marginal, pero que habla por sí mismo sobre el drama, pero a la vez el brillo y la potencia del quechua, idioma que tiene la categoría de “oficial” en el Perú (junto con el castellano), que es hablado por alrededor de tres millones de personas en nuestro país, pero que sigue teniendo una situación de desventaja, pues el quechua -idioma tan bello, expresivo, poético y musical- no se enseña obligatoriamente en los colegios y universidades. En la misma situación de desamparo están el aymara y todos los idiomas amazónicos.
Pero no todo está perdido. Y así lo confirma el libro “Hawansuyo ukun words” (Pakarina Editores / Hawansuyo Churoncalla, Lima, 2014), del escritor peruano y también quechua hablante Fredy Amílcar Roncalla, quien radica en los Estados Unidos, donde realiza su labor creativa siempre vinculada al “runa simi”, la lengua de nuestros ancestros incas.
Dentro de la tradición literaria del Perú, este es un libro único, pues reúne una serie de ensayos sobre temas y autores de la cultura peruana, pero escritos desde dos flancos: la perspectiva y la cosmovisión andina (el quechua) y visión posmoderna, que incluye el debate académico, la cultura virtual, la nostalgia, las nuevas tecnologías y la tradición.



En la presentación del libro, los críticos Gonzalo Espino, Carlos Olazábal y Mauro Mamani coincidieron en suscribir totalmente lo que Fredy Amílcar Roncalla plantea: existe un quinto “suyo”, un territorio andina virtual, que es el ningún lugar y todos los lugares a la vez, la diáspora de todos los quechua hablantes dispersos en el mundo, pero que están unidos también por las redes sociales de Internet, donde pueden compartir un “toro pukllay” o los ecos de sus fiestas patronales.
El libro, aunque no lo dice, deja de manifiesto el clamor por la situación de marginalidad de la treintena de idiomas nativos hablados en el Perú: el aymara, awajún, asháninka, machiguenga, shipibo, entre otros que incluso están en proceso de extinción.
Ya en su anterior libreo “Escritos mitimaes: hacia una poética andina posmoderna” (Barro Editorial Press, New York, 1998), Fredy Amilcar Roncalla asume el reto de revisar todo el “estado de la cuestión” sobre el quechua, tanto desde lo académico, el canto andino, la poesía y narrativa quechua contemporánea, la evocación y la nostalgia. Todo vale.
En “Hawansuyo, ukun words”, sigue este mismo derrotero, buscando lo “trasandino”. Por ejemplo, en uno de los ensayos titulado “Ukun riq mayukuna kaypipas maypipas: llaqtan llaqtan José María Arguedas liyiyqasmanta”, Roncalla escribe: “Debí leer la Oda al jet  bajando desde Newark, pero mientras en la pantallita del avión James Dean hacía de las suyas en  Rebelde sin causa ya estaba metido en la copia de  Los ríos profundos que me regaló mi wayki Lino Pareja en Ithaca. Si en esa película el héroe acentúa conflictos juveniles exponiendo el vacío existencial de la postguerra americana de un modo lineal y previsible, el joven Ernesto narra su historia personal, dibuja jóvenes y curas del internado, y retrata efectos de luz, sonido, música y movimiento con una profundidad reveladora. Ella viene de esos andes tiernos y violentos que va presentando en la brutalidad de Lleras y Añuco, en la lascivia de la opa disputada por los estudiantes después de un cura, en los pequeños desafíos entre alumnos estratificados, y también en la amistad de Palacitos, del Markasqa y las chicheras. Pero lo que más devuelve la alegría al joven Ernesto, es el sonido y baile del zumbayllo que el Markasqa le regala. El capítulo del zumbayllo es quizá la razón por la cual Arguedas dice que “el canto es seguramente la materia de la que estoy hecho”, y por la cual  Los ríos profundos son un largo y extenso poema que, ama waqaspalla, producen en el lector una conmoción ausente en el arte como artificio. Además, el zumbayllo es una prenda mediadora, que reconcilia a Ernesto con un Añuco caído en desgracia y lo aleja de un Markasqa que podría matar colonos sin cerrar los ojos…”.



El libro consta de los siguientes ensayos: Introducción (Nawin pukyo), Recuerdos de Yucay,  Chacho en los Andes, Dos libros colectivos de Armando Arteaga, Para transitar la poesía de Roger Santivañez, Comentarios a Luis Bandolero Luis de Walter Ventosilla.
Le siguen: La poesía de Juan Ramírez Ruiz como travesía mito poética, Caminan los apusmanta, Ukun riq mayukuna kaypipas maypipas: una lectura multilocal de los Ríos Profundos; Sobre la corrección gramatical y otras asnapas, Narrativa oral y escritural en Nawpa Willanakuy de Pujas, Ayacucho.
Asimismo, Yaku unupa yuyaynin: sobre la poesía  quechua de Ugo Carrillo; Huaynos cusqueños, Lugares sagrados en la obra de Manuelcha Prado y Daniel Kirwayo, El huayno Quechua en YouTube, Cavilando sobre Kavilando, Hanaqpacha pata, ¿Hablan los apus? El Taki Onqoy, el Qellqa Onqoy y el lenguaje de  los dioses.
En la otra sección (A las orillas del Vilcanota) tenemos: Almas en Pena en Valle Sagrado: sobre dos libros de Odi Gonzales, Poética del espacio en Yucay, Tayta Cipriano y las palabras (asnapas), La identidad andina fuera de la frontera nacional, Apuntes sobre Hybris de César Delgado Díaz del Olmo. Definitivamente “Hawansuyo…” es un libro de lectura obligatoria. 

jueves, 9 de octubre de 2014

Pablo Macera: "Me preocupa la lumpenización de la sociedad peruana”


Entrevista realizada por: Nivardo Córdova Salinas / nivardo.cordova@gmail.com
Ver la versión impresa de este mismo artículo en el diario Nuevo Sol y página web del diario La Primera.


Historiador Pablo Macera Dall´Orso.
La creciente ola de violencia en el país, asesinatos, extorsiones y  asaltos a mano armada, es consecuencia de la falta de oportunidades laborales, de la crisis del sistema educativo y de una indiferencia total por parte de la sociedad ante estos grupos marginales, declaró el historiador Pablo Macera Dall´Orso.

El intelectual peruano, nacido en Huacho en 1929, comentó que su mayor preocupación actual como peruano y como científico social es el avance de la delincuencia. “Me preocupa la ´lumpenización´ de la sociedad peruana”, dijo y lamentó que los propios intelectuales “rehúyan ahondar la situación y no intenten aportar soluciones, limitándose solamente a describir este fenómeno social con la palabra lumpen, que por sí misma es solamente una etiqueta y es insuficiente. Basta decir lumpen para inmediatamente después desentenderse de este problema”.

En otro momento de la entrevista, señaló que los intelectuales y científicos sociales “tienen incapacidad para entender lo que ellos mismos llaman lumpen” y preguntó: “¿Qué pasaría si los jóvenes lumpenizados entendieran las causas de su conducta?”, señaló el intelectual, quien nos brindó esta entrevista en su despacho del Seminario de Historia Rural Andina de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en Lima, donde pese a su frágil estado de salud, continúa trabajando.

Sin embargo dijo que la crisis educativa y la devaluación de la institucionalidad son también factores preocupantes. Macera consideró lamentable que en el Perú actual tanto los jóvenes como los padres de familia  tengan desconfianza y descontento ante las instituciones educativas.

“Todo esto es un síntoma grave que demuestra que en el Perú actual hay un gran descontento y falta de confianza y credibilidad en la institucionalidad y en el sistema educativo  primario, secundario y superior. Muchos peruanos se sienten estafados, porque con la deficiente preparación que se les brinda, consideran que no tienen oportunidades ni posibilidad de integrarse al mercado laboral. Y como de antemano se sienten imposibilitados de conseguir un trabajo, entonces optan por el camino de la delincuencia”, dijo.
“Cada mañana, cuando veo los noticieros de televisión y leo los periódicos, me tomo el primer sorbo de bilis al ver cómo crece de forma alarmante el número de asaltos, asesinatos y delitos. La respuesta policial no garantiza el éxito en la lucha contra el crimen organizado, porque la policía combate el delito y sus efectos, pero no las causas que lo originan”, dijo.Macera señaló que la corrupción de funcionarios es también reflejo de una profunda crisis social en el Perú, que “hay que atacar desde la raíz”.
Macera, quien ha sido catedrático de la Universidad Nacional de San Marcos y director-fundador del Seminario de Historia Rural Andina en esa misma casa de estudios, dijo que el Perú no solo debe entenderse por lo urbano, sino por lo andino y amazónico, de ahí que considera de necesidad urgente difundir los conocimientos en las lenguas quechua, aymara, asháninca, awajún y todos los idiomas de la Amazonía.

Macera fue distinguido recientemente como “Profesor emérito” por parte de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, por su labor docente y eminentes servicios académicos. En dicha ceremonia recordó sus inicios como estudiante en la Facultad de Letras en la década del 40, y a maestros como Luis Alberto Sánchez, Luis E. Valcárcel (“hombre pleno de sabiduría y santidad”), Manuel Porras Barrenechea, Ella Dumbar Temple y Aurelio Miró Quesada, entre otros, y destacó que “el modelo de tolerancia ideológica y académica ya es tradición sanmarquina”.


Macera, considerado un agudo observador de la sociedad peruana, ha publicado una serie de ensayos, artículos periodísticos y libros de historia, como por ejemplo: “Retrato de Túpac Amaru”, “Centenario de Don Joaquín López Antay”, “El poder libre Asháninca: Juan Santos Atahualpa y su hijo Josecito”, “La imagen francesa del Perú”, “La pintura mural andina”, “Nueva crónica del Perú”, entre otros. 

lunes, 28 de julio de 2014

Felipe Buendía del Corral: el último cronista de Lima

Por Nivardo Córdova Salinas


Ribeyro dijo alguna vez de él: “Buendía es un genio… pero no se de qué”. Considerado un clásico de la literatura peruana contemporánea y uno de los artistas limeños por antonomasia, la obra de Felipe Buendía del Coral (Lima, 1927-2002) empieza a retomar el sitial que por derecho propio le pertenece.

Bajo el título de “El baúl” (El Baúl Editores, 2014), se ha publicado en Lima una edición de los cuentos fantásticos de Buendía, un autor cuya prosa engalanada es un rosario de bellezas exóticas, que se sumerge por balcones y callejuelas de Bajo El Puente y los Barrios Altos para extraer ficciones memorables.

No es casualidad que El Baúl haya salido a la estampa para reivindicar la memoria de un artista total. La viuda del escritor, doña Perla Sialer, así como sus hijos Carla y Bruno Buendía (fotógrafa y novelista respectivamente) siguen difundiendo la obra literaria de Buendía. 

El libro -presentado públicamente el pasado 21 de mayo en la Casa de la Literatura Peruana- es considerado uno de los mejores conjuntos de “relatos fantásticos” en nuestro continente, emulando a otros genios del género fantástico como el peruano Clemente Palma y los argentinos Roberto Arlt y Adolfo Bioy Casares. Y por cierto, “El baúl” tuvo el mes pasado un cronograma de presentaciones en Trujillo (26 de mayo, Casa de la Emancipación),  Huancayo (29 de mayo), Cusco (3 de junio), Puno (5 de junio) y Buenos Aires, Argentina (7 de junio).

El cuento "El baúl" -cuyo título sirve para denominar esta selección de finos y estilizados relatos- es una aproximación delirante al limeñismo, pero sin dejar de tener referentes en la literatura universal de todos los tiempos. Otros relatos como “Meredí”, “El lavador de cadáveres” o “Martínez” dejan ver la maestría literaria de Buendía, fallecido hace once años y de quien recientemente se realizó un coloquio para desentrañar las claves de su obra creadora.

Felipe Buendía transitó por diversos territorios artísticos: literatura, pintura, teatro, cine, música, historia, bibliotecología, cine, periodismo... todo ello con la misma pasión que asumió su oficio de bibliotecario y periodista con su alma bohemia en la Lima de la década del cincuenta. “La ciudad de los balcones en el aire”, sus impecables crónicas sobre las calles de Lima, son ya de lectura obligada. Con razón se le conoce como “el último cronista de Lima”.

Otras obras suyas son la novela-poema “Teología del Sol” (París, 1952) y “La tragedia de Petrópolis” (1941). También escribió la obra “Las nuevas galas del emperador” (1960) y el libro “Cuentos de laboratorio” (1976), entre otras obras.

Con razón, la periodista María Luz Crevoisier le dedicó a Buendía un extenso artículo en el diario El Peruano, donde se lee:  "Lima será siempre el centro de nuestros sueños, de la nostalgia o pesares, pero jamás de nuestra indiferencia. Tiene y tuvo sus detractores, como Concolorcorvo, Ricardo Palma, Sebastián Salazar Bondy, César Moro o el mismo escritor norteamericano Henry Melville, al decir del escritor chalaco Eduardo Arroyo; pero en contrapartida también sus grandes cantores, así como los compositores criollos Chabuca Granda, Alicia Maguiña, Luis Felipe Pinglo o el cronista Alfonso Mejía, El Corregidor, además de otros, entre los que contamos a don Felipe Buendía del Corral" . 


lunes, 2 de junio de 2014

Con Mario Broncano en La Victoria



Por Nivardo Córdova Salinas
(Este artículo fue publicado en la revista Entrenabasquet N° 130, Trujillo, mayo de 2014, por gentileza de su director Pacho Vásquez Pita) y en el diario La Primera (Lima, Perú)

Hace poco me encontré cara a cara, corazón a corazón, en el ring de la vida, con el ex boxeador, pero todavía peleador, luchador y pechador, Mario Broncano Gómez. Ocurrió durante  una tarde nublada en la cuadra doce del jirón Huascarán, en el distrito limeño de La Victoria, a orillas de la tempestad. Guardo este recuerdo como un tesoro, pero también como un reclamo al cielo.
Ahí estaba el gran Mario, sentado sobre la vereda. Considerado en su momento como “un boxeador de dotes espectaculares", la crítica especializada ya avizoraba en él al futuro campeón mundial, al sucesor de Mauro Mina. A sus 18 años, tenía al mundo en sus manos.
Conoció los sinsabores de la vida desde niño. Y como muchos otros niños que sienten en la piel el vidrio filoso de la calle, ante la desidia de la sociedad y la falta de oportunidades para estudiar, empezó a realizar pequeños hurtos. Sin ánimos de volverlo un mito o de aplaudir su estilo, su vida es una novela. Internado cuando era adolescente en el Centro Juvenil de Diagnóstico y Rehabilitación de Lima (ex Maranguita), en Pueblo Libre, Broncano empezó a demostrar sus dotes pugilísticas a temprana edad.
Como relata el periodista Ernesto Chávez en “Crónica viva”: "A los 18 años de edad, Mario Broncano había ganado 264 peleas, era el único boxeador peruano segundo en el ranking latinoamericano y todos abrigaban la esperanza de que siguiera la senda del legendario Mauro Mina y llegase a campeón mundial. No solo era un pugilista que parecía tener el mundo en sus manos, sino el aparente símbolo de los adolescentes del Albergue de Menores de Maranga, de los que luchaban por demostrar a las autoridades insensibles,  que eran capaces de rehabilitarse ante la sociedad que los marginaba como parias. Tras los triunfos pasajeros, la fama y una aureola de invencible gladiador en el ring, la procesión iba por dentro. No fue el padre que lo abandonó ni las juntas, como se quejaría en su caída al precipicio de la delincuencia.”
Broncano llegó a ser campeón sudamericano y logró varios títulos deportivos. Pero la procesión –no la del Señor de los Milagros- sino la de la terrible enfermedad de la adicción iba por dentro, matizada con su vida delictiva. Lurigancho y Castro Castro fueron los penales donde estuvo internado.
Pero no somos nadie para juzgar a nadie. Quizás en otro país, en otro contexto, el buen Mario hubiera sido un campeón de limpia trayectoria, un hombre ejemplar y de bien. Pero ¿qué
digo?, si, como dicen los Evangelios, “no hay ningún justo: nadie”.Quienes no han tenido la desgracia de pisar una cárcel, suelen jactarse de tener una “vida digna”. Se oye con frecuencia: “Yo no he robado, no he matado a nadie, no consumo drogas, soy un buen padre, a mis hijos no les falta nada. No soy ningún delincuente, no soy pecador, No necesito pedir perdón a Dios…”. Lo he escuchado con mis propios oídos.
En el encuentro en La Victoria,  y a bordo del ómnibus que surca el centro de Lima por la avenida Manco Cápac y luego vira hacia el famoso mercado de Matute, diviso a Mario Broncano desde la ventanilla. “¡Baja en la esquina!”, me apresuro a gritar y ya estoy con el pie derecho en la pista brava.
Por un instante dudo y pienso. “Esta puede ser la entrevista periodística que me reivindique con mis lectores y colegas”–pienso– pero desecho automáticamente la idea, porque no hay más salvación que en Dios, me digo a mí mismo (¿lo pienso para reivindicarme con el altísimo?). Pero hay algo en su aureola que me obliga a acercarme con mucho respeto.
– Don Mario, buenas tardes, disculpe usted este atrevimiento de acercarme de manera tan abrupta.
El hombre está concentrado, enrollando un cigarro. Me mira de reojo, desconfiado.
¡Habla, causita! ¿Qué haces por aquí? –pregunta.
– Lo vi a usted desde el micro y he bajado para saludarlo,  porque tengo un gran respeto por usted.
– ¡No me florees mucho!, –expresa, como si estuviera conectándome un gancho al hígado.
– No es floro, “papá”.  Es verdad lo que te acabo de decir–lo tuteo, como achorándome un poquito.
Broncano me parece un niño. Su mirada es triste. Tiene el ojo izquierdo lesionado, producto de un garrotazo cobarde que le dio un frutero, según leí hace tiempo en un diario. Parece que llora “para sus adentros”. Termina de enrollar su pavesa. Enciende y da una calada profunda.
– ¿Maestro, todo bien? ¿Se siente bien? –digo, por decir algo, porque el hombre parece que quiere estar solo. Y yo siento que lo estoy cansando. Y quisiera contarle un pedazo de mi vida, contarle todo, decirle que yo también estoy sufriendo demasiado.
– Todo bien chochera. Parece que eres buen pata. Pero no camines solo por aquí, porque te pueden “poner al toque” (asaltar). Mejor anda, no más. Todo tranquilo.
– Es un honor conocerlo. Siempre quise entrevistarlo. Y ahora que lo vi, bajé rápido a saludarlo, para decirle que a pesar de todo lo que digan de usted yo creo que sigue siendo un ejemplo de lucha, pese a todo. Quizás, como muchos, los problemas de la vida nos ahogan, no nos dejan respirar y a veces “nos tiramos al abandono”, al precipicio, hasta el "fondo más hondo".
– Yo no soy ejemplo de nada.–me dice.
El día se nubla más. Nos quedamos en silencio. Pero tengo una pregunta en el tintero.
– Siempre quise aprender a pelar  –le comento en voz baja– para defenderme; pero nunca pude aprender y por eso en el colegio siempre me corría de las broncas. Maestro, dígame: ¿qué se necesita para boxear? –pregunto antes de despedirme.
– ¡Solo hay que tener huevos! 
Ese derechazo me destroza el alma y caigo knock out a la lona. Suena el campanazo final. Me despido y sigo mi camino.
Broncano me sonríe como un niño que acaba de cometer una travesura.